4.1.06

Funeral.

La explosión del viejo fusil cubre al parque de ecos. Se ha despertado un viejo pájaro oyendo los gritos de muerte y ha volado rápido para refugiarce en los cielos. Todos los reunidos lo han visto venir, aún así les ha perturbado: el susto no es producto de la sorpresa, sino de la conclusión de lo que siempre fue inevitable. Ni uno de ellos se ha movido, perdiéndose los gritos de pánico y los reflejos instintivos por los laberintos de costumbres y educaciones. Ella lo ha ignorado, su llanto la cubre, mientras va viendo como queda enterrada la última esperanza, aquella que cuenta la historia del muerto y su mano victoriosa negando su muerte, abriendo su propio ataúd. Ahora sólo queda aceptarlo.

Un segundo disparo amenaza al limpio cielo y es devorado por las luces del sol. Anuncia la entrada gloriosa de los tiempos extendidos, de aquello infinito que alberga todo segundo. Es todo lento, cada terrón y cada piedra es un sonido separado, un nítido impacto, y hacen todos el canto de la muerte, junto con las palas sumergiéndose en las nuevas tierras y aquellos distraídos que despiden olvido por sus narices y bocas. Esperar a que las lágrimas terminen de recorrer el rostro, esperar bajo este calor asfixiante a que se termine esto de una vez.

El tercer disparo es predecible. El pájaro ha vuelto a su viejo lugar, entendiendo que no hay amenaza presente. Los presentes se dan permiso para movimientos más extendidos, los tímidos ya tosen, los amplios ya conversan, ella ya no llora. Vuelve el pasto a su lugar, llegan flores a cubrir la tumba. Sucede el primer momento en que nadie piensa en el muerto, y así comienzan a comerse las maderas de la vida las termitas del olvido. El pobre, bajo tierra, pálido e inmóvil, no tiene más opción que seguir muerto.

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