12.3.06

Atardecer.

Quiero volcar mi vida y su existir a toda esquina del mundo, porque hoy el cielo se desangra, acuchillado por el sol, y cubren a todo Santiago las palabras de la roja poesía. Deseo morir asesinado por lo sublime entre la oscuridad eterna del misterio, y que mi último suspiro se confunda con el tenue viento sin rumbo. Morir, para terminar la vanidad, y ser al fin una más de esas hojas de otoño, otro puñado amorfo de tierra, parte al fin de la danza de lo inerte. Pero aún así camino, pisando mi destino, ignorando a la sinfonía sublime del universo para fijarme en el paso continuo sobre los adoquines que no hacen más que repetirse. Todavía afirmo y construyo altas torres de vida con ladrillos de verdades inventadas, las cuales me gusta destruir cuando estoy en la punta para ser parte de mil fragmentos aleatorios, y ver a mis sueños y mis sábanas de esperanza colapsar estrepitosamente junto a mi cuerpo mutilado, y así sentirme parte por sólo unos segundos del caos que asoma bajo todas las capas de la realidad. Cuando todo cae, el polvo de mentiras y traiciones cubre los hermosos campos antaño imaginados, y tiñe de gris a las estatuas de mis viejos dioses, que habrá que librar una vez más del tiempo acumulado antes de caminar de nuevo y construir la próxima muerte.

Hoy, mientras las nubes se tiñen de sangre, una brisa enfría mi cuerpo y dice sin hablar que todo orden es ilusorio, que el tiempo es una traición más del hombre a su origen, porque no se es más allá del instante que se sucede en el infinito; lo demás es vanidad.

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